Publiqué sobre Javier, el arquitecto de software que no podía dormir después de ver a un junior resolver en minutos lo que a él le tomó años dominar.
Los comentarios llegaron rápido.
Y cada uno me enseñó algo diferente.
Uno explicó, con detalle técnico, por qué el verdadero problema es el “vibe coding”. Otro celebró a un CEO que no duerme, pero de emoción, no de angustia. Un tercero suspiró: “La gente va a copiar y pegar sin pensar.”
Todos mirando la misma tecnología. Todos viendo algo distinto.
Y entonces lo vi.
No estaban hablando de la IA. Estaban hablando de sí mismos.
Como yo.
Cuando escribí sobre Javier, no estaba escribiendo sobre él. Estaba escribiendo sobre mi propio miedo. Sobre las noches donde me pregunto si dos décadas de experiencia importan cuando cualquiera con ChatGPT puede declararse “experto”.
La IA se convirtió en un espejo.
El que defiende la calidad del código probablemente se construyó una identidad alrededor de la ejecución. El que ve pereza ajena quizás batalla con su propia tentación. El que celebra el futuro tal vez ya procesó su duelo, o nunca tuvo que hacerlo.
Y yo, escribiendo sobre el duelo de otros, estaba procesando el mío.
Todos proyectamos. Siempre. Es humano.
La pregunta no es si lo hacemos. La pregunta es si somos conscientes de ello.
Porque la IA no cambió.
Lo que cambió es que ahora tenemos un espejo tan grande que es imposible no vernos reflejados en él.
¿Qué ves tú cuando miras la IA?
No me lo digas a mí. Pregúntatelo a ti mismo.
Porque la respuesta probablemente dice más sobre ti que sobre la tecnología.
Y eso está bien. A todos nos pasa.